In the suitcases: A reflection on the necessary liberalization of Americans’ travel to Cuba
As on any island, what comes to us from the outside has always been something that catalyzes changes and longings for renewal. I recall that at the end of the 1970’s when Cuban exiles were permitted to come back to visit their families in Cuba, some of my neighbors experienced big changes in their lives, ideologically and economically. Along with the suitcases stuffed with clothing and other accessories never seen around here, arrived experiences, opinions, and questioning by our emigrants. They came back changed. What was most striking was not their jeans, their shoes that weren’t patched up, or the green bills they pulled from their wallets, but rather what they told about their problems and their achievements in Miami, New York, or Atlanta.
Over the course of several decades, Cuban exiles and tourists have brought part of the information that has served to undermine the myth of the supposed “paradise” in which we live. The interchange among family and friends on both sides of the Florida Straits became a source of news of what happens outside and inside our borders. There is nothing more corrosive for a state that holds itself up as the father and savior of a nation, than the testimony of those who, in other latitudes, have greater space to realize their dreams and greater tolerance for their opinions. In the midst of a state information monopoly, the arrival of newspapers, magazines, anecdotes, and information carried in luggage by these welcome visitors comes as a balm.
Faced with no evolution of our current political and social situation, an opening of travel for Americans could bring more results in the democratization of Cuba than the indecisive performance of Raul Castro. The possible measures that the current Cuban president can implement in our reality are geared toward keeping power in his hands. A gesture that would bring about popular diplomacy – that which isn’t done in protocol lounges or foreign ministries, but person to person, face to face, from the intense interaction between people – would awaken citizen consciousness, and would accelerate the sense of belonging to a world community that Cubans lack so much.
If restrictions on coming to Cuba are lifted, Americans would again enjoy a right that has been infringed in recent years – that of traveling freely to any latitude without penalty. Cuban citizens, for our part, would benefit from the injection of material resources and money that these tourists from the north would spend in alternative services networks. Without a doubt, economic autonomy would then result in ideological and political autonomy, in real empowerment. The natural cultural, historical, and family ties between both peoples could take shape without the shadow of the current regulations and prohibitions.
Eliminating these long obsolete travel restrictions would mean the end of the main elements with which official propaganda has repeatedly satanized American Administrations, and the anachronistic travel permit that we Cubans need to enter and leave our country would be even more ridiculous. Of the phrase spoken by Pope John Paul II that January 1998 in the Plaza of the Revolution – “Let Cuba open itself to the world, and let the world open itself to Cuba” – only the first part would remain to be accomplished.
I am confident that publicity campaigns can be developed to encourage American tourists to support and help Cuban citizens, to give priority to the social sector above the state sector, and to offer its hand in solidarity to people, over and above official institutions. Along with suitcases, Bermuda shorts, and sunblock, support, solidarity, and freedom could come too. Both peoples would come out winners.
En los maletines:
Una reflexión sobre la necesaria liberalización de los viajes de los norteamericanos a Cuba
Reflecciones de Yoani Sanchez para el Congresista Howard Berman, Presidente de la Comision de Relaciones Exteriores, Noviembre 16, 2009
por Yoani Sánchez
Como en toda Isla, lo que nos llega de afuera siempre ha sido aquí un elemento catalizador de cambios y ansias de renovación. Recuerdo que a finales de los años setenta cuando se permitió a los exiliados cubanos reencontrarse con sus familias en Cuba, algunos de mis vecinos experimentaron un giro ideológico y económico en sus vidas. Junto a los maletines cargados de ropa y otros accesorios nunca vistos por aquí, llegaron las experiencias, opiniones y cuestionamientos de nuestros emigrados. Regresaban cambiados. Sin embargo, lo más impactante no eran sus jeans, sus zapatos sin remiendos o los billetes verdes que sacaban de sus bolsillos, sino lo que nos contaban de sus problemas y sus logros en Miami, New York o Atlanta.
Los exiliados cubanos y los turistas han traído, a lo largo de varias décadas, parte de la información que ha servido para socavar el mito de este supuesto “paraíso” donde habitamos. El intercambio familiar y amistoso a ambos lados del estrecho de La Florida, se ha convertido en una fuente de noticias de lo que ocurre fuera y dentro de nuestras fronteras. Nada hay más corrosivo para un Estado que pretende erigirse como el padre salvador de una Nación, que el testimonio personal de quienes -en otras latitudes- tienen mejores espacios para realizar sus sueños y una mayor tolerancia hacia sus opiniones. En medio del monopolio informativo estatal, resulta un bálsamo la llegada de periódicos, revistas, anécdotas y datos portados -en el equipaje- por estos bienvenidos visitantes.
Ante la falta de evolución de nuestra actual situación política y social, una flexibilización de los viajes de los norteamericanos podría traer más resultados en la democratización de Cuba que la indecisa actuación de Raúl Castro. Las posibles medidas que el actual presidente cubano puede implementar sobre nuestra realidad, van encaminadas a conservar el poder en sus manos; mientras que un gesto que propicie la diplomacia popular –esa que no se hace en los salones de protocolos ni en las cancillerías, sino cuerpo a cuerpo, cara a cara, a partir de la intensa interacción de las personas- propiciaría el despertar de la conciencia ciudadana, aceleraría el sentimiento de pertenencia a una comunidad mundial del que tan carente estamos los cubanos.
En caso de que se levantaran sus limitaciones para entrar a Cuba, los norteamericanos volverían a disfrutar de un derecho que les ha sido menoscabado en los últimos años: el de viajar libremente a cualquier latitud, sin recibir una penalización por ello. Los ciudadanos cubanos, por nuestra parte, resultaríamos beneficiados a partir de la inyección de recursos materiales y dinero en efectivo que estos turistas del Norte gastarían en las redes alternativas de servicios. La autonomía económica redundaría –de eso no tengo dudas- en autonomía ideológica y política, en un empoderamiento real. Los naturales lazos culturales, históricos y familiares que hay entre ambos pueblos lograrían un escenario real donde concretarse, sin la sombra de las actuales regulaciones y prohibiciones.
Con la eliminación de esas ya obsoletas restricciones de viaje, se pondría fin a uno de los principales elementos con el que la propaganda oficial sataniza –una y otra vez- a las administraciones norteamericanas y quedaría aún más en ridículo el anacrónico permiso de salida que necesitamos los cubanos para entrar y salir de nuestro propio país. De la frase dicha por el Papa Juan Pablo II, aquel enero de 1998 en la Plaza de la Revolución, quedaría por cumplir, solamente, la primera parte: “Qué Cuba se abra al mundo, que el mundo se abra a Cuba”.
Confío en que se puedan desarrollar campañas publicitarias que concienticen al turismo estadounidense para que apoye y ayude a los ciudadanos cubanos, que priorice el sector social por encima del estatal, y que brinde su mano solidaria a las personas antes que a las instituciones oficiales. Junto a los maletines, las bermudas y las cremas solares, pueden llegar también el apoyo, la solidaridad y la libertad. Ambos pueblos saldríamos ganando.